En cualquier hogar, los electrodomésticos son la principal fuente de consumo energético: tanto los que permanecen siempre encendidos, como la nevera, como los que se utilizan de forma puntual, como la lavadora, suponen un gasto muy relevante y un uso inteligente de los mismos puede suponer un gran ahorro al final del año.

Por este motivo, desde la Administración se han iniciado diferentes campañas que permitan disminuir el gasto energético de los hogares reduciendo el consumo de los electrodomésticos; una de las más efectivas ha sido la implantación del etiquetado energético.

Esta iniciativa fue concebida por la Unión Europea en 1979 y en 1992 comenzó a impulsar el desarrollo de regulaciones y normativas técnicas, las cuales permitieron determinar el consumo medio de cada electrodoméstico en un laboratorio para proceder al etiquetado.

De este modo, el fabricante entrega esta etiqueta con cada aparato y el punto de venta es quien se encarga de indicar su eficiencia energética. Así, a la hora de comprar un nuevo electrodoméstico el consumidor tiene a su alcance toda la información que necesita para elegir un modelo u otro en función de sus prestaciones y, también, de su rendimiento energético.

Los modelos que más rinden en un sentido energético suelen tener un precio más caro pero, como contrapunto, suelen tener una vida útil más larga y también suponen un ahorro notable en electricidad, por lo que no es difícil amortizar esta inversión extra en cada factura; diferentes estudios comparativos indican que en 5 años ya se ha amortizado la diferencia.

Un electrodoméstico con la categoría A consume un 50 % menos que el resto, mientras que los que tienen la categoría E, F y G consumen más del 100 % de energía, pudiendo alcanzar incluso un rendimiento del 125 % superior a la media. Esta diferencia, sumada a hábitos como no dejar los electrodomésticos y aparatos electrónicos en stand-by, puede marcar una enorme diferencia en la cuenta corriente.

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